Magua de lluvia

La juventud suele estar peleada con la lluvia y el frío. Es esa época en la que se quiere disfrutar de actividades en el aire libre, para las que es imprescindible un cielo despejado. Es lo que se llama el «buen tiempo», ese que te permite disfrutar de un día de playa con las amistades y tostarte a un sol que antes «ponía moreno» y ahora abrasa. Es ese tiempo en el que hacemos cosas absurdas, como embadurnarnos de potingues caseros para que la piel se tueste lo antes posible (espero que los adolescentes de hoy sean más listos y no hagan semejantes atrocidades para su salud); es el «seguro de sol» que tanto se vende a los turistas.

El caso es que yo tengo magua de lluvia. Tuve el privilegio hace mucho tiempo de visitar la casa del escritor Manuel Lopes en Lisboa, llena de cuadros de su Cabo Verde natal, un archipiélago donde la sequía ha sido periódica e histórica. De hecho, en los versos de Lopes hay mucho de esa tierra dura, falta de lluvia. Aquellas imágenes me recordaban el paisaje volcánico canario y me preguntó el poeta, ya mayor, cómo eran nuestras islas, porque alguien le había dicho que se parecían mucho, pero que Canarias era más verde, que poseía el bien preciado del agua potable. Ahora, en Marruecos, se habla de una de las mayores sequías de las últimas décadas y de la más duradera, una tierra que el mar separa de Tarfaya, en Fuerteventura, en unos cien kilómetros. Muchos hablan ya «del año sin invierno» para describir las pocas lluvias de los últimos meses en nuestro Archipiélago, y yo pienso en esa niña tonta que fui, disgustada porque el supuesto mal tiempo le había estropeado un fin de semana de amigas en la playa, y echo de menos esa lluvia tranquila, que improvisaba pequeñas atarjeas al borde de las carreteras, de camino al colegio.

Imagen de Freepik.
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