Vete al médico

Será el tiempo que no ayuda, o será que vivimos en un estado de permanente desasosiego, pero lo cierto es que la gente está más malcriada que de costumbre y salta a la mínima. Se perdió la cortesía de decir “disculpa” cuando te cruzas con alguien, cuando tocas a una persona sin querer, cuando se atraviesa el carro en el supermercado…  Nos hemos asalvajado y nos hemos polarizado. Se ha generado en todas partes una sensación de aumento de la inseguridad que se transmite precisamente a través de determinados comportamientos sociales.

La complejidad del ser humano no hace más que incrementar las posibilidades de colapso, motivado muchas veces por las atrocidades que llevamos un año leyendo y escuchando sobre el COVID-19, infectadas de sensacionalismo. Carecemos de una campaña coordinada que aporte información clara a la ciudadanía y no la va a haber, pero sí que hay altavoces mediáticos a disposición de todo aquel que quiera decir que esto causa la muerte y que lo otro nos va a generar una trombosis.

En dos palabras simples: Hemos perdido toda capacidad de diferenciar entre opinión y conocimiento. Las opiniones representan al sujeto, comprometen a las personas que las emiten y solo a ellas, mientras que los conocimientos se fundamentan sobre la información, en el relato objetivo de los hechos

Por eso, en este tiempo las mejores armas son la prudencia y el sentido común, no participar en la difusión generalizada de todos esos bulos que sólo vienen a aumentar el problema. Y desconfiar de ellos. Si se nos transmite constantemente la alerta y se siembra esa sensación continuada de que estamos solos ante un peligro extremo, la gente acaba sintiéndose todavía peor de lo que ya estamos, y esto sólo incrementa la ansiedad, la insatisfacción y, a la larga, hasta el miedo.

¿Cómo no va a tener una incidencia catastrófica el coronavirus en la salud mental de la ciudadanía, cuando cuestiones que son tremendamente graves, que necesitan la máxima implicación pública, como los trastornos de personalidad o la esquizofrenia, no han merecido más atención en este tiempo? Y qué decir de los múltiples problemas adaptativos que derivan de esta etapa de obligado encierro… Tiraremos adelante porque somos una sociedad resiliente -resistiré para seguir viviendo, que decía la canción-, pero en la población más vulnerable los efectos están llamados a ser muy preocupantes.

La sobrecarga que viene soportando la ciudadanía es altísima, y los cuadros de ansiedad no hacen más que aumentar después de más de un año de restricciones. Claro que tendemos a achacar a la “depre” cualquier cosa que nos pasa tras la vuelta del fin de semana, o después de un día divertido de playa, cuando realmente lo que estamos es jodidos por tener que volver a la rutina. Si directamente vivimos en esa perpetua rutina, la cosa se complica todavía más.

La depresión es una enfermedad muy seria que va mucho más allá de ese hartazgo puntual. Infinidad de personas han experimentado este sentimiento precisamente a raíz de esta pandemia y hay que hacer frente a ello para poder, al menos, controlarla. La Organización Mundial de la Salud estima que la padecen 300 millones de personas en todo el mundo, y la define como un trastorno mental frecuente, que se caracteriza por una persistente tristeza, pérdida de interés o placer, sentimientos de culpa o falta de autoestima, trastornos del sueño o del apetito, sensación de cansancio y falta de concentración.

La depresión puede llegar a hacerse crónica o recurrente y dificultar sensiblemente el desempeño de la persona en su vida diaria. En su forma más grave, puede conducir al suicidio, que se cobra al año la vida de unas 800.000 personas, una cada cuarenta segundos.

El deterioro de la salud mental es una de las gravísimas consecuencias que nos ha dejado la pandemia del COVID-19, y no se va a arreglar con un cromañoide “vete al médico”, por mucho que lo profiera un diputado parapetado en la caverna paleolítica de su escaño, máxime cuando el tratamiento de estas enfermedades lucha contra el estigma, el tabú, la desinformación y la falta de recursos.

Por eso es tan importante que visualicemos la depresión, la bipolaridad, la ansiedad… Es tan tremendamente esencial que, por ejemplo, una mujer que ha sufrido trastornos de este tipo durante más de diez años, motivados por el acoso continuado de quien fuera su pareja, encuentre el valor necesario y lo cuente, lo explique y lo conozcamos, porque no solo entenderemos a esa persona, sino que podremos extraer conclusiones importantes para esta sociedad tan polarizada y muchas veces egoísta.

El acuerdo y el diálogo son las mejores armas para afrontar aquello que seguimos ocultando, como la enfermedad mental o el suicidio, pero también la libertad sexual, la identidad de género, la eutanasia… Es obvio: No son la misma cosa y, de hecho, algunas solo tienen en común que hemos pasado milenios sin hablar de ellas, ocultas tras los muros de las distintas religiones o la represión. Y hay muchas personas detrás de estas realidades, personas que son parte de la sociedad y tienen derechos. Razón de más para que estudiemos, para que pasemos de la opinión al conocimiento, dialoguemos y, entonces, tomemos decisiones.

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