Sentados

sacreEstaban sentados en las escalinatas del Sacre Coeur, en el momento en el que la marea de personas había dejado de latir un segundo. O así les pareció. Abrieron con dificultad y una navaja suiza aquella botella de vino que compraron por un par de francos en Montmartre y empezaron a beber, tiritando de frío, en dos vasitos de plástico donde horas antes les habían puesto el café.

Un café raro, de bulevar y sillas mirando hacia el cauce de coches a toda velocidad, y de camarero italiano hablando francés de garrafón, y con gomina de hipermercado y caspa sobre el chalequillo que les explicó que habían cortado el agua y por eso no podía usar tazas de porcelana.

El primer sorbo fue como el contacto de un papel secante sobre la lengua árida y los labios despellejados por el frío. Pero supo a gloria. Habían subido hasta allí para ver la puesta de sol y lo único que se veía era una impresionante llanura de casas y edificios y torres y gruas…y nubes como cajas apuntaladas unas contra otras, amenazantes y fieras. Y la temperatura empezaba a descender y se agradecía el calorcito del alcohol bajando por los conductos orgánicos, calentando todo a su paso, convirtiendo aquella plomiza y plateada luz de la tarde de noviembre en un ocaso cálido de un bello color naranja dorado.

– «Qué bien estar contigo aquí y ahora» – dijo él.

– «Y qué bueno está el vino» – dijo ella.

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