La sede

Encima del aparador del salón tenía un pequeño jarrón en el que solía poner una rosa. Quitaba las espinas con unas tijeritas, y las hojas, y ponía de vez en cuando la flor, tan estilizada en su tallo y tan voluptuosa en su expresión. Los capullos que a veces traía del rastro madrileño iban abriéndose a medida que pasaba la semana. Primero intensos y apretados contra sí mismos, luego laxos y suaves iban dejando caer pétalos sobre la mesa, hasta que al cabo de unos días el vigor del tallo iba venciéndose y caía doblado, eso sí, nunca partido.

Ese aparador estaba en un salón con suelo de madera, con fotos sepias en portarretratos de okume o de caoba. Se mezclaban en todos los rincones recuerdos de sitios, de personas, de actos de militancia. En la esquina, entre la cortina y la librería, apoyada en su propio mástil estaba la bandera republicana, la de tantas manifestaciones en la calle, desde hace…» bueno, mejor no echar la cuenta», pensó.

Vivía en la calle Ferraz, a escasos metros de «la sede». El sitio en el que consolidó su forma de pensar «de izquierdas», donde se reunió para tantas campañas y trabajo en la calle. Casi que era su barrio; llegó allí desde Asturias, con un poco de hollín aún de la mina, hacía más de medio siglo.

El café empezó a salir, burbujeante y presuroso, como cada mañana. Era la hora de salir a la calle, como cada día desde hacía muchos días. No había faltado a esa cita nunca, o muy pocas veces. Era lunes, un lunes otoñal de un octubre extraño. Dejó la taza del café junto al palo doblado de la rosa del salón, y en lugar de salir a la calle se volvió a meter en la cama.

«¿Estás malo?», le preguntó su mujer, sorprendida de que no acudiera a su trabajo en «la sede».

«Sí», dijo él, «muy enfermo».

«¿De qué?», volvió a preguntar la compañera.

«De vergüenza», soltó él, y se giró sobre su almohada.

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