El amor más fuerte

Al trasluz, eran dos manos arrugadas, cárdenas y enjutas entrelazadas; en la oscuridad interior, era el amor de toda una vida que huía de un final entre olvido y lucidez. 

Cada vez que ella tenía un momento de claridad solo pedía una cosa: que la llevaran junto a él. La voluntad de él se había ahogado en la cama donde permanecía postrado en esa habitación que había decidido ajustar su luz a la de su cabeza. Cada vez más flaco, cada vez más ausente.

Allí, juntas, esas dos manos hablaban en sus silencios, en el desconocimiento que les atrapaba por momentos cada vez más prolongados. Decían que se habían amado hasta quedarse sin fuerzas, en los momentos más difíciles y en los más felices, y que permanecerían juntos hasta y después del final.

Así, podían pasarse horas. Ella mirando sus ojos ausentes y él sintiendo algo que ya no recordaba pero que, sin duda, le reconfortaba porque permanecía asido a esa mano con toda la poca fuerza que le quedaba.

El día de la separación solo estaba en ellos por momentos, pero seguía siendo muy dolorosa. La necesidad de permanecer en alcobas separadas, a apenas una decena de metros de distancia, era casi más duro que el proceso que estaban viviendo, el del final. Por eso, cada vez que ella huía del olvido, solo quería estar con él, como lo había estado siempre, contra toda dificultad.

A juzgar por lo que transmitía, enganchada a él recordaba en silencio cómo lo perdió todo por su amor, repasaba cada instante, cada caricia, cada discusión y cada momento vivido juntos. Se aferraba a la poca realidad que ya le quedaba y vivía cada minuto como si fuera el último porque, quizás, sería el último. Lo miraba sabiendo que, aunque ya no lo notaba, él estaba sintiendo lo mismo.

Así, asidos el uno al otro, llegaron al final, al día en que ya no pudo decir más llévame junto a él. Y fue en ese momento cuando se dejó ahogar en su cama por el olvido completo hasta que, quizás en algún lugar, volvieron a entrelazar sus manos.

Un comentario

  1. […] No es de ahora, en serio. No es porque me acerque despacio, a ritmo de un segundo por segundo, a la vejez (o, al menos, eso espero, llegar y ver el mundo desde esa perspectiva). Siempre he sido mucho de pensar en las personas mayores. De identificarme con ellas. De sentir la punzada que deben sentir quienes han sido independientes y han tenido vidas plenas y, o de golpe o de forma paulatina, van necesitando cada vez más ayuda para hacer cosas cotidianas. De sufrir al pensar en el desamparo tan grande que debe ser tener lagunas de memoria, saber que te estás yendo por un alzheimer o una demencia. De la rabia que debe dar tener que dejar de hacer las cosas que te gustan porque el cuerpo no da para más. […]

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