Cumpleaños

Estoy escribiendo esto el día de mi cumpleaños. Ayer, para ser exactos. Por si a alguien le interesa, he celebrado mi cumpleaños de la misma manera que siempre: desubicado.

De niño cumplía años pensando que nunca eran los suficientes. Todo eran prisas. ¿Acaso no somos así todos los niños? Cumples 5 y ya eres grande, pero no tanto como los de 6. Los 10 no le llegan a la suela de las J’hayber de los 11. Y en cuanto hueles los 18, no paras hasta llegar… y tampoco entonces. O yo al menos. Mis siguientes “nosécuántos” cumpleaños los he pasado profundamente convencido de que, a esa edad que apunta la tarta, ya debería haber hecho algo que no había ocurrido, llegado a algún sitio que me quedaba lejos; tenido algo en el bolsillo, los cajones o la cama que aún no eran sino una idea. Y a los últimos “taitantos” se les ha sumado la angustia del tiempo perdido. Un tiempo perdido que aún no ha llegado. Un tiempo que se acaba y no suma todos los minutos que querría. No suma nada, para ser exactos. Ni el número deseado es real. Solo es incertidumbre. Y desasosiego.

A estas alturas del texto supongo que ya estarás esperando un girito, un cambio de ritmo hacia una dirección, si no inesperada, sí más concreta y luminosa. Yo también lo espero. Me he sentado a escribir, precisamente, para provocarlo. Para intentar sacar algo en claro de un nuevo 15 de junio.

Pero no.

Aquí sigo con el nudo en el estómago (estómago lleno, además de nudos, de comida deliciosa y celebrativa), el ceño fruncido (que se desfrunce de vez en cuando al rememorar los abrazos y besos del heredero al papi que cumple años) y el ánimo confuso (abro paréntesis, intento rellenarlo de algo que ejemplifique la confusión de mi ánimo y solo logro confundirme más… mientras contesto un par de whatsapps de amigos en diversas distancias).

Empieza, de nuevo, esa época del año en que me obligo a acostumbrarme a otra cifra que tampoco me gusta. Esa época del año que dura, exactamente, un año.

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